La Masonería en España
En España, la masonería se implantó con cierto retraso debido principalmente a una casi inmediata prohibición por parte de la Inquisición en 1738 y por un edicto de Fernando VI en 1751. El propio Carlos III se ocupó de mantener esta prohibición a pesar de su apariencia de ilustrado. De hecho, ya siendo rey de Nápoles se había ocupado de prohibirla y castigarla con severas penas.
Antes aún de que la Inquisición hubiera tenido tiempo de prohibirlo, el duque de Wharton, un coronel inglés al servicio de la Corona de España, fundó en Madrid en 1728 la logia de Las Tres Flores de Lys o Matritense. Fue además la primera logia fundada fuera de las Islas Británicas y al año siguiente fue reconocida por la Gran Logia de Inglaterra pero en 1768 desapareció de su registro porque llevaba demasiado tiempo inactiva.
El papel de la masonería en España estuvo durante todo el siglo XVIII protagonizada por masones extranjeros formados en sus países de origen y desconocedores de la prohibición existente en España.
La masonería llegó a España de forma definitiva con la invasión francesa de 1808. Napoleón no perteneció a la masonería, pero fomentó la orden en su imperio y casi toda su familia estaba integrada en diversas logias, incluido su hermano José, proclamado rey de España.
La supresión de la Inquisición en 1809 permitió la aparición de una serie de logias integradas por miembros del ejército francés y dependientes del Gran Oriente de Francia. La participación española se limitó a los llamados afrancesados, que admitían la soberanía del rey José y fundaron otras nueve logias en Madrid, Almagro y Manzanares agrupadas en la Gran Logia Nacional de España.
Esta masonería bonapartista constituyó una forma de control político y todas las logias desaparecieron después de la retirada francesa en 1813, pero su relación con los invasores franceses le valió a la masonería la oposición de los sectores patrióticos, aún coincidentes en muchos aspectos con sus postulados, a la vez que su carácter reformista le supuso la antítesis de los tradicionalistas.
En 1812 las Cortes de Cádiz prohibieron de nuevo la masonería, así como después Fernando VII. Con el breve paréntesis del trienio liberal (1820-1823), la masonería fue prohibida y perseguida hasta el triunfo de la revolución de 1868.
La leyenda negra forjada durante décadas desde los poderes establecidos le valió la tradicional desconfianza y el recelo del público en general y en particular de todos los gobiernos que se sucedieron. Todos los gobiernos totalitaristas y las dictaduras han sistemáticamente prohibido y perseguido a la masonería.
El general Francisco Franco sentía una especial aversión hacia la masonería, a pesar de o quizás porque su padre y su hermano lo fueron, y el no llegó a ser admitido, lo que le llevó a sistematizar y extremar su persecución con penas de cárcel de hasta 20 años para 2.300 personas por el delito de masonería, aplicado con carácter retroactivo. Durante los primeros meses de la guerra, la pertenencia a logias masónicas suponía inmediatamente el fusilamiento.
El propio Franco escribió, con el seudónimo de Jakim Boor, una serie de artículos para el diario Arriba, que luego fueron compendiados en un volumen con el título Masonería. Los noticiarios llegaron incluso a difundir una supuesta entrevista entre el caudillo y el tal señor Boor en la que, como era de esperar, ambos conversaron afectuosamente.
Incluso después de la aprobación de la Constitución de 1978, fue necesaria una sentencia del Tribunal Supremo para permitir la inscripción de la masonería en el Registro Nacional de Asociaciones en 1979.